EN VERDAD OS DIGO
Juan José Arreola
Juan José Arreola
Todas las personas interesadas en que el camello pase por el
ojo de la aguja, deben inscribir su nombre en la lista de patrocinadores del
experimento Niklaus. Desprendido de un grupo de sabios mortíferos, de esos que
manipulan el uranio, el cobalto y el hidrógeno, Arpad Niklaus deriva sus
investigaciones actuales a un fin caritativo y radicalmente humanitario: la
salvación del alma de los ricos.
Propone un plan científico para desintegrar un camello y
hacerlo que pase en chorro de electrones por el ojo de una aguja. Un aparato
receptor (muy semejante en principio a la pantalla de televisión) organizará
los electrones en átomos, los átomos en moléculas y las moléculas en células,
reconstruyendo inmediatamente el camello según su esquema primitivo. Niklaus ya
logró cambiar de sitio, sin tocarla, una gota de agua pesada. También ha podido
evaluar, hasta donde lo permite la discreción de la materia, la energía
cuántica que dispara una pezuña de camello. Nos parece inútil abrumar aquí al
lector con esa cifra astronómica.
La única dificultad seria en que tropieza el profesor
Niklaus es la carencia de una planta atómica propia. Tales instalaciones,
extensas como ciudades, son increíblemente caras. Pero un comité especial se
ocupa ya en solventar el problema económico mediante una colecta universal. Las
primeras aportaciones, todavía un poco tímidas, sirven para costear la edición
de millares de folletos, bonos y prospectos explicativos, así como para
asegurar al profesor Niklaus el modesto salario que le permite proseguir sus
cálculos e investigaciones teóricas, en tanto se edifican los inmensos
laboratorios.
En la hora presente, el comité sólo cuenta con el camello y
la aguja. Como las sociedades protectoras de animales aprueban el proyecto, que
es inofensivo y hasta saludable para cualquier camello (Niklaus habla de una
probable regeneración de todas las células), los parques zoológicos del país
han ofrecido una verdadera caravana. Nueva York no ha vacilado en exponer su
famosísimo dromedario blanco. Por lo que toca a la aguja, Arpad Niklaus se
muestra muy orgulloso, y la considera piedra angular de la experiencia. No es
una aguja cualquiera, sino un maravilloso objeto dado a luz por su laborioso
talento.
A primera vista podría ser confundida con una aguja común y
corriente. La señora Niklaus, dando muestra de fino humor, se complace en
zurcir con ella la ropa de su marido. Pero su valor es infinito. Está hecha de
un portentoso metal todavía no clasificado, cuyo símbolo químico, apenas
insinuado por Niklaus, parece dar a entender que se trata de un cuerpo
compuesto exclusivamente de isótopos de níkel. Esta sustancia misteriosa ha
dado mucho que pensar a los hombres de ciencia.
No ha faltado quien sostenga la hipótesis risible de un
osmio sintético o de un molibdeno aberrante, o quien se atreva a proclamar
públicamente las palabras de un profesor envidioso que aseguró haber reconocido
el metal de Niklaus bajo la forma de pequeñísimos grumos cristalinos
enquistados en densas masas de siderita. Lo que se sabe a ciencia cierta es que
la aguja de Niklaus puede resistir la fricción de un chorro de electrones a
velocidad ultracósmica.
En una de esas explicaciones tan gratas a los abstrusos
matemáticos, el profesor Niklaus compara el camello en su tránsito con un hilo
de araña. Nos dice que si aprovechamos ese hilo para tejer una tela, nos haría
falta todo el espacio sideral para extenderla, y que las estrellas visibles e
invisibles quedarían allí prendidas como briznas de rocío. La madeja en
cuestión mide millones de años luz, y Niklaus ofrece devanarla en unos tres
quintos de segundo. Como puede verse, el proyecto es del todo viable y hasta
diríamos que peca de científico. Cuenta ya con la simpatía y el apoyo moral
(todavía no confirmado oficialmente) de la Liga Interplanetaria que preside en
Londres el eminente Olaf Stapledon.
En vista de la natural expectación y ansiedad que ha
provocado en todas partes la oferta de Niklaus, el comité manifiesta un
especial interés llamando la atención de todos los poderosos de la tierra, a
fin de que no se dejen sorprender por los charlatanes que están pasando
camellos muertos a través de sutiles orificios. Estos individuos, que no
titubean al llamarse hombres de ciencia, son simples estafadores a caza de
esperanzados incautos.
Proceden de un modo sumamente vulgar, disolviendo el camello
en soluciones cada vez más ligeras de ácido sulfúrico. Luego destilan el
líquido por el ojo de la aguja, mediante una clepsidra de vapor, y creen haber
realizado el milagro. Como puede verse, el experimento es inútil y de nada
sirve financiarlo. El camello debe estar vivo antes y después del imposible
traslado. En vez de derretir toneladas de cirios y de gastar el dinero en
indescifrables obras de caridad, las personas interesadas en la vida eterna que
posean un capital estorboso, deben patrocinar la desintegración del camello,
que es científica, vistosa y en último término lucrativa. Hablar de generosidad
en un caso semejante resulta del todo innecesario. Hay que cerrar los ojos y
abrir la bolsa con amplitud, a sabiendas de que todos los gastos serán
cubiertos a prorrata.
El premio será igual para todos los contribuyentes: lo que
urge es aproximar lo más que sea posible la fecha de entrega. El monto del
capital necesario no podrá ser conocido hasta el imprevisible final, y el
profesor Niklaus, con toda honestidad, se niega a trabajar con un presupuesto
que no sea fundamentalmente elástico. Los suscriptores deben cubrir con
paciencia y durante años sus cuotas de inversión. Hay necesidad de contratar
millares de técnicos, gerentes y obreros. Deben fundarse subcomités regionales
y nacionales. Y el estatuto de un colegio de sucesores del profesor Niklaus, no
tan sólo debe ser previsto, sino presupuesto en detalle, ya que la tentativa
puede extenderse razonablemente durante varias generaciones. A este respecto no
está por demás señalar la edad provecta del sabio Niklaus.
Como todos los propósitos humanos, el experimento Niklaus
ofrece dos probables resultados: el fracaso y el éxito. Además de simplificar
el problema de la salvación personal el éxito de Niklaus convertirá a los
empresarios de tan mística experiencia en accionistas de una fabulosa compañía
de transportes. Será muy fácil desarrollar la desintegración de los seres
humanos de un modo práctico y económico. Los hombres del mañana viajarán a
través de grandes distancias, en un instante y sin peligro, disueltos en
ráfagas electrónicas.
Pero la posibilidad de un fracaso es todavía más halagadora.
Si Arpad Niklaus es un fabricante de quimeras y a su muerte le sigue toda una
estirpe de impostores, su obra humanitaria no hará sino aumentar en grandeza,
como una progresión geométrica, o como el tejido de pollo cultivado por Carrel.
Nada impedirá que pase a la historia como el glorioso fundador de la
desintegración universal de capitales. Y los ricos, empobrecidos en serie por
las agotadoras inversiones, entrarán fácilmente al reino de los cielos por la
puerta estrecha (el ojo de la aguja), aunque el camello no pase.
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