EL DISCÍPULO
Juan José Arreola
Juan José Arreola
De raso negro, bordeada de armiño y con gruesos alamares de
plata y de ébano, la gorra de Andrés Salaino es la más hermosa que he visto. El
maestro la compró a un mercader veneciano y es realmente digna de un príncipe.
Para no ofenderme, se detuvo al pasar por el Mercado Viejo y eligió este bonete
de fieltro gris. Luego, queriendo celebrar el estreno, nos puso de modelo el
uno al otro.
Dominado mi resentimiento, dibujé una cabeza de Salaino, lo
mejor que ha salido de mi mano. Andrés aparece tocado con su hermosa gorra, y
con el gesto altanero que pasea por las calles de Florencia, creyéndose a los
dieciocho años un maestro de la pintura. A su vez, Salaino me retrató con el
ridículo bonete y con el aire de un campesino recién llegado de San Sepolcro.
El maestro celebró alegremente nuestra labor, y el mismo sintió ganas de
dibujar. Decía: "Salaino sabe reírse y no ha caído en la trampa".
Y luego, dirigiéndose a mí: "Tú sigues creyendo en la
belleza. Muy caro lo pagarás. No falta en tu dibujo una línea, pero sobran
muchas. Traedme un cartón. Os enseñaré cómo se destruye la belleza". Con
un lápiz de carbón trazó el bosquejo de una bella figura: el rostro de un
ángel, tal vez el de una hermosa mujer. Nos dijo: "Mirad, aquí está
naciendo la belleza. Estos dos huecos sombríos son sus ojos; estas líneas
imperceptibles, la boca. El rostro entero carece de contorno. Ésta es la
belleza".
Y luego, con un guiño: "Acabemos con ella". Y en
poco tiempo, dejando caer unas líneas sobre otras, creando espacios de luz y de
sombras, hizo de memoria ante mis ojos maravillados el retrato de Gioia. Los
mismos ojos oscuros, el mismo óvalo del rostro, la misma imperceptible sonrisa.
Cuando yo estaba más embelesado, el maestro interrumpió su trabajo y comenzó a
reír de manera extraña.
"Hemos acabado con la belleza", dijo. "Ya no
queda sino esta infame caricatura". Sin comprender, yo seguía contemplando
aquel rostro espléndido y sin secretos. De pronto, el maestro rompió en dos el
dibujo y arrojó los pedazos al fuego de la chimenea. Quede inmóvil de estupor.
Y entonces él hizo algo que nunca podré olvidar ni perdonar. De ordinario tan
silencioso, echó a reír con una risa odiosa, frenética.
"¡Anda, pronto,
salva a tu señora del fuego!" Y me tomó la mano derecha y revolvió con
ella las frágiles cenizas de la hoja de cartón. Vi por última vez sonreír el
rostro de Gioia entre las llamas. Con mi mano escaldada lloré silencioso,
mientras Salaino celebraba ruidosamente la pesada broma del maestro. Pero sigo
creyendo en la belleza.
No seré un gran pintor,
y en vano olvidé en San Sepolcro las herramientas de mi padre. No seré un gran
pintor, y Gioia casará con el hijo de un mercader. Pero sigo creyendo en la
belleza. Trastornado, salgo del taller y vago al azar por las calles. La
belleza está en torno de mí, y llueve oro y azul sobre Florencia. La veo en los
ojos oscuros de Gioia, y en el porte arrogante de Salaino, tocado con su gorra
de abalorios. Y en las orillas del río me detengo a contemplar mis dos manos
ineptas. La luz cede poco a poco y el Campanile recorta en el cielo su perfil
sombrío.
El panorama de Florencia se oscurece lentamente, como un
dibujo sobre el cual se acumulan demasiadas líneas. Una campana deja caer el
comienzo de la noche. Asustado, palpo mi cuerpo y echo a correr temeroso de
disolverme en el crepúsculo. En las últimas nubes creo distinguir la sonrisa
fría y desencantada del maestro, que hiela mi corazón. Y vuelvo a caminar
lentamente, cabizbajo, por calles cada vez más sombrías, seguro de que voy a
perderme en el olvido de los hombres.
No hay comentarios:
Publicar un comentario